– ¿Sabes? Me acostumbré. Me acostumbré a su olor, a su barba de tres días. A sus camisetas con dibujos, no sé, a ese gusto por los calcetines a rayas. Pasó el tiempo y me acostumbré a que el lado izquierdo de la cama fuera mio, a agarrar la goma de sus calzoncillos cuando nos íbamos a dormir; que ya me dirás tú qué sentido tiene eso… si te sirve yo tampoco lo sé, pero lo hacía.
Me acostumbré a que anduviera siempre dos o tres pasos por delante de mí porque siempre iba más rápido que yo… o más bien creo que yo de toda la vida he andado muy lenta, ya me lo dice mi madre. Me acostumbré a dejar el queso de lado y todo lo relacionado con el color verde. Cada uno tiene sus manías, supongo.
A sus ojos. ¡En qué momento!
Me acostumbré a que lloviera siempre que cogíamos un avión o a llegar tarde el 90% de las ocasiones a todos los sitios a los que íbamos juntos. Su culpa, lo prometo. Pero me acostumbré.
A sus ideas locas, a los paseos sin destino final, a tardar largos minutos en tomar una decisión. Al sabor del whisky. Nunca me ha gustado ese sabor, por cierto.
Me acostumbré a sus vueltas sobre si mismo, a que me calentara los pies y me cediera, casi por obligación, lo admito, toda la sábana.
A los helados compartidos y a los besos en los portales (propios y ajenos, por qué no decirlo). Tú no tienes ni idea de la cantidad de portales que hay por Madrid.
Me acostumbré a esas miradas que llegaban a mi alma e iban directas a mi corazón rompiéndolo en pedazos, a los silencios y a los días en blanco.
Le tengo cierta tirria al blanco, ¿sabes?
– ¿Y qué pasó cuando todo acabó?
– Que me acostumbré.
Mónica Rincón Candeira
Foto: BrassaÏ
Al final todo es acostumbrarse, aunque hay costumbres más dulces que otras 😘
Sí, me he dado cuenta de que al final, como bien dices, todo es acostumbrarse. Y es importante llegar a esa conclusión para ver un poco más allá del hoy.
Me ha encantado